2da Jornada Concurso por el Cerro San Cristóbal (2010) |
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“Es el santuario de la Inmaculada Concepción”, me comenta el
boletero del cerro San Cristóbal acerca de esta enorme estatua blanca de la
Virgen ubicada en su cima, a 863 metros de altura sobre el nivel del
mar.
Empiezo
a sentir que una especie de señal me trajo hasta acá cuando me
cuenta que el nombre de esta famosa montaña proviene de San
Cristóbal de Licia, patrono de los viajeros.
Anterior
a la llegada de los colonizadores españoles a Chile, el lugar donde
se encuentra el santuario era venerado por los aborígenes, el cual
denominaban "Tupahue",
que significa "Lugar de Dios". Por lo que voy notando,
muchas personas llegan hasta allí con el propósito de iniciar un peregrinaje, congregarse en actos religiosos u honrar a sus muertos.
Hay distintas maneras de ascender hasta allá. Yo ya estoy con mi
bicicleta y sigo en mi plan de conocer mientras hago actividad
física. No me percato de lo peligroso que puede ser escalar más de
800 metros con una bicicleta plegable. Pero tengo tantas ganas de
subir que ni siquiera pienso en la bajada. ¿Qué es lo que me tienta
tanto? ¿Por qué voy atolondradamente y ya sin aire a conocer algo
que nunca me interesó? A medida que voy escalando metros, esta
pregunta se va tornando más incisiva y odiosa en mi cabeza: ¿Qué
estoy haciendo? ¿A dónde voy?
A
los primeros 200 metros recorridos cuesta arriba ya estoy deshecho.
Hace unos minutos que vengo pensando en abortar mi misión, si es que
tengo alguna. Decido frenar para refrescarme y me acerco a un grupo
de cuatro o cinco señoras católicas que posan detrás de un casero
mostrador de madera laminada en un pequeño valle junto al camino. Me
acerco y veo que venden estampitas de algunos santos célebres y
fotos del ex Papa Juan Pablo II. La mayor de ellas, muy
rubia y arrugada, me mira con una sonrisa serena y me regala la foto
del ex sumo pontífice. Me dice que puedo continuar mi camino a la
cima iluminado, ya que el santuario hacia donde me dirijo había
acogido a Juan Pablo II cuando bendijo la ciudad en su visita de
1987. Le agradezco por el dato y la foto y me aparto hacia un lado,
tomo agua de un bebedero junto a una banquina que da a un panorámico
paisaje: desde acá las casas se ven pequeñísimas. Vuelvo a montar
en la bicicleta y pedaleo con más confianza y decisión que con la
que venía haciéndolo.
Ya
no me pregunto más qué estoy haciendo. Aquella teoría propia de
que mi presencia en esta roca gigante corresponde a una señal
divina, es un hecho certero por entonces. Todo conduce a que deje mi
ateísmo de lado y que cuando llegue a la copa del cerro le pida
perdón a aquella Virgen que me llamó cuando yo todavía estaba
perdiendo el tiempo por ahí, por haber desconfiado de toda su
familia. Pero este delirio místico duró hasta que volví a ver por
una banquina, ya por la mitad del recorrido, y todo era tan
insignificante: yo, las pequeñas casas de papel, la religión y
nuevamente mi motivo en la escalada. “¿Qué carajo hago acá?”,
me vuelvo a preguntar, ahora en un sentido más filosófico. Me muero
de sed, de cansancio y sinceramente no me interesa ni la Virgen
Inmaculada ni las sonrisas de los turistas ni los feligreses del San
Cristóbal.
Finalmente
llego a lo que vendría a ser una antesala al santuario, a
exactamente 100 metros de la cima. Se multiplica drásticamente la
cantidad de aventureros: muchos niños corriendo de acá para allá,
turistas europeos, viejos acartonados tirados panza arriba, familias
probando las delicias de un inédito restaurant a la vera del vacío.
Para mi felicidad (o desgracia, no lo sé) me encuentro... ¡conmigo
mismo! Había escuchado que le pasó lo mismo a Horacio Ferrer y
hasta a Pablo Neruda, y a ninguno de los dos le ocurrió en un
momento feliz de su vida. Ya me empieza a cerrar todo, a estas
alturas soy un filósofo de amplia trayectoria. Él (mi otro yo) es
un pibe como de mi edad, chileno como tantos otros que habitualmente
van a pasar el fin de semana al San Cristóbal (¿para qué?).
Físicamente es casi lo contrario a mí: estatura más bien alta, los
músculos de su torso y brazos bien marcados y piel trigeña. Le
pregunto qué hace acá. Sonríe tímidamente y me contesta con una
repregunta igual: “¿Y tú que haces aquí?”. Realmente todavía
no sé qué hago acá, le respondo. Quizás ése sea mi dilema
trascendental. Saber qué hago acá, o allá, o en ningún lugar,
pienso resumidamente. Saco mis cigarrillos y le pido fuego. Me dice,
con razón, que encienda uno cuando termine de subir: los últimos
100 metros son una empinada cuesta arriba.
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“Cuando estés bajando, si es que no te das cuenta antes, le vas a
encontrar el sentido al cerro”, profetiza este ignoto mortal, que
para mí ya es como la mismísima Virgen. No sé por qué, pero
cruzarme con él me da muchas más fuerzas para seguir. Me paro
frente a la recta final. La miro y la estudio. Hasta le hablo y la
maldigo. Y ahí voy de nuevo. Pedaleo, escalo, trepo hasta con la
bicicleta en andas porque hay hileras de infinitos escalones. ¿Tan
tortuosa tenía que ser la visita a “Su Santidad”?
Subo
el último escalón y termina mi sufrimiento, pero veo el de los
demás. Unas veinte o treinta personas arrodilladas en el cemento
prenden velas a los sepulcros de las cenizas de sus seres queridos,
en un memorial que pertenece a una funeraria. Camino unos diez metros
más y me topo por fin con el Anfiteatro de la Inmaculada
Concepción. Nunca me sentí tan ínfimo en mi vida. Al lado del
ícono de la ciudad: una Virgen María de 14 metros de alto parada
sobre un pedestal de 8,30 metros y un peso de 36 kilogramos. Desde
acá puedo ver la cordillera de los Andes y una panorámica de toda
la ciudad de Santiago tapada por smog. Lleno de adrenalina, alzo mi
bicicleta frente al abismo, como si hubiera ganado el trofeo a la
fuerza de voluntad. La escena es de tal vitalidad que los
adolescentes que están ahí sacando fotos empiezan a capturar
imágenes mías. Inmediatamente dejo de sentir cansancio y me invade
una sensación de plenitud. ¡Ya sé qué hago acá! Me acuerdo en
este momento de mi otro yo y me río como un loco. Tenía razón, me
doy cuenta ahora que todo valió la pena. Que puedo estar acá o allá
pero que lo importante es ir, atreverse. Estoicamente y contra
cualquier pronóstico o prejuicio. Saco de nuevo los cigarrillos de
mi bolsillo y sin dudarlo se los regalo a los chicos que sacan fotos.
Acabo de empezar a superar mi adicción a la nicotina, a pura fuerza
de voluntad, la madre de todo ímpetu valiente.
Desde
hace ya más o menos 20 minutos que estoy descendiendo peligrosamente
del cerro a unos 40 kilómetros por hora sobre esta bicicleta
plegable, que ahora se parece más a una moto o a un caballo troyano.
Qué curiosos los designios del destino. De un momento cualquiera
para otro, un simple impulso me conduce a un baño espiritual en los
manantiales más recónditos y desconocidos de una montaña, o de mi
propia imaginación. ¿Qué clase de eventos místicos puede tener la
vida? Qué curioso salir en busca de nada y encontrarme conmigo
mismo.
Por Matías De Rose.
Por Matías De Rose.
APLAUSOS
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