martes, 23 de diciembre de 2014

Aguafuertes cariocas (parte II)

Por Matías De Rose, desde la cima de la Gloria

Últimos días en el paraíso 

       Toda despedida deja cosas por decir. Cosas que son reemplazadas y suprimidas por un simple adiós. Por eso me arrebato en decirlas ahora, antes de irme. Creo que es lo más digno que puedo hacer. Tampoco quisiera ser desagradecido con las circunstancias que se me presentan y que me ponen fichas para escribir esta comedia dramática entre las pálidas nubes del alto Da Gloria, a novecientos metros de altura sobre el nivel del mar. Son tres días para nosotros solos: la montaña, los chaparrones, el olor húmedo del mato, tres perros, un gato y yo. Conviene aclarar que los otros “yo” que cobran vida en estas memorias sufren, invariablemente, severas alteraciones por la propia psicología del personaje.
       Este título no evoca a ninguna novela costumbrista ni se afirma en el terreno evangélico, aunque posteriormente pueda resultar casi tan escatológico como éstos. Hemos de llamar “paraíso” a una tierra concreta, acaso análoga a pocos lugares en el mundo, con un sabio funcionamiento de los órdenes naturales. Acá en Sana suele desaparecer el tiempo y no hay un día que sea igual al resto.
       He dicho que me voy.
       Podré cuestionarme ésto una y mil veces, pero es lo que decidí. El paraíso no es para mí: resulta que acá soy feliz. ¡Y ese es mi problema! soy asquerosamente feliz. Acá me preocupo por poco y por pocos, y eso va contra mi vocación.
       Ya fue.
       Yo siempre pensé que una persona feliz es una persona ignorante, y prefiero volver a las preocupaciones.
       Me voy, sí, pero habiendo comprobado algunas consideraciones:

       A- Pude experimentar lo que es -intentar- vivir de la música; internarse en una selva serrana, fuera del sistema de consumo y la sociedad de masas. Todo un sueño para un pichón de comunista alucinado por el coraje del Che Guevara y el vozarrón de la Negra Sosa.
       B- Mi revelación por excelencia es haber caído de que es posible vivir de manera digna fuera del sistema dominante, con lo preciso y sin bajarse los pantalones ante nadie -¡Acá el agua no se compra!-. Claro que para eso la gente en sociedad -este gran rebaño autómata, destructivo, a contramano- debe olvidarse del Whatsapp, la tevé y algunas otras boludeces entendidas como comodidades. Pero, como pienso a menudo, el problema es saber elegir: acostumbrarse es también resignar.

Génesis

       Todo este delirio empezó en mayo de este año, en una mesita de La Farola de Belgrano. Después del ensayo decidimos ir a comer unas pizzas con la banda. Era la primera vez que Milo se sentaba con nosotros. Lo habíamos llamado para que saque unas fotos del ensayo y siguió la caravana al lado nuestro. Cuando nos sentamos, nos manijea, entusiasmado:

-Che, ¿por qué no van a Brasil a tocar? Ahora se viene el mundial y se pueden llenar de oro.

Creo que fui el único que lo dudó. Era una alta movida considerando que el viaje sería en las próximas semanas, pero hacía poco me había quedado sin laburo y sin chica, así que, dentro de todo, abrir una nueva puerta era una buena posibilidad. Los demás parecían estar convencidos y armaban su panorama para organizar el viaje.

-Mirá, allá tenemos donde parar -insiste. Pueden tocar con Tchecko -un cantautor brasileño a quien conocíamos por sus andanzas en la escena porteña- que está necesitando banda. Hambre no van a pasar porque vive en la selva, los frutos salen de los árboles; es un mes nada más...
-Y bueno, es un mes ¿por qué no?

       Hace ya seis meses que estoy acá. No nos llenamos de oro ni comimos demasiadas frutas pero techo y laburo nunca faltaron. Todavía me acuerdo cuando nos subimos a ese micro, llenos de proyectos y planes que luego se modificarían con el paso del tiempo.
       Volvamos a esos días...
       Nuestro primer paso en Brasil habrá sido con el pie izquierdo. A los pocos minutos de bajar del bondi dimos con dos grandotes de la Policía Federal que nos encontraron fumándonos un porro a unos metros de la rodoviaria paulista. La portación de rostro (indiferente de algunos frasquitos bien escondidos) les juega una mala pasada a los colombianos con pinta de malandra que están con nosotros: el cana se acerca a pasos largos y pesados extendiendo en su mano derecha la credencial de policía. Quedó todo filmado:

-Deixe isso ahí, o -sereno, señala a los mosaicos del pavimento. ¿O que você está fazendo aquí, o? Dê-me os seus identificações.

       Con los muchachos nos alejamos al toque, con aires de impunidad y cierto remordimiento por los hermanos colombianos, que apenas se llevaron un buen susto. Por nuestro lado, aprendimos a no perder la rebeldía, pero tampoco la inteligencia.

La maldición del maletín
Parte 1: “¿Dónde está mi maletín?”

       Por fin en la terminal Novo Río, después de tres días con el culo sentado, nos volvemos a subir a un ómnibus del 1001 con destino a Casimiro de Abreu. “Y bue, son tres horitas más...”. Me las dormí como un bebé, babeado y desorientado.
       Me despertaron los pibes a los gritos:

-¡Dale, Mati, agarrá tus cosas que llegamos!

       Agarré acelerado mi bolso, mi morral, la guitarra, la bolsa de dormir y salté del bondi. Entre las doce de la noche y las dos de la matina esperamos a Tcheko tirados sobre nuestras cosas en la terminal. Justo cuando ya avizoraba como una posibilidad dormir junto al linyera que cantaba, de la cabeza:
mamãe eu quero, mamãe eu quero, mamãe eu quero mamar
dá a chupeta! dá a chupeta! Ai! dá a chupeta. ¡Dá a chupeta pro bebê não chorar!

       Finalmente, llegó Tcheko con la van.
       Alegría, saludos, chistes.

-Dale, carguemos todas las cosas -dice Chaves -imperativo, como suelen ser los bateros.
-¿Está todo?
       Hago recuento:
-A ver: bolso, morral, guitarra, bolsa de dormir... carajo. ¿Dónde está mi maletín?...

Bienvenidos a Búzios

       El lugar que elegimos para arrancar nuestra gira fue Armação dos Búzios, que en un principio me pareció espantoso. ¿Qué menos quiere un argentino que encontrarse rodeado de argentinos, en otro país? Para colmo llegaba fatigado después de meter algunas combinaciones de ómnibus y vans cargando bocha de kilos de equipamiento. Además, la terrible impresión inicial de que Búzios era un espléndido centro comercial había logrado rebajar mis expectativas a niveles estrepitosos. Pero lo peor de todo estaba por venir...
       Por recomendación de un ignoto corredor de alquileres, Chaves y Cala fueron a visitar un cuartito barato donde pudiésemos descansar y guardar los instrumentos. Con el Rasta y Rama los esperamos en la plaza del centro. Mientras, nos cagábamos de risa de un coreanito que era utilizado como amuleto por los muchachos de la hinchada ecuatoriana, que tenían un pedo digno de primera ronda mundialista.
       Al cabo de unos cuarenta minutos, vuelven los pibes.

-¡Es peor que una cárcel! -Chaves suele hablar en joda, pero su semblante severo logra estremecernos.
-Dale, exagerado. ¿Zafa?
-¡Es peor que una cárcel!

       En fin, fuimos todos a ver el cuartucho esperando encontrar algo mínimamente decente. Tocamos el timbre y esperamos largos, larguísimos minutos, hasta que del portón de aluminio se asoma una mujer obesa, vestida con unos harapos que apenas la cubren.

-Oba, entrem -balbucea, indiferente, con un cigarrillo pendiendo de sus labios.

       Entramos por un taller mecánico polvoriento que estaba lleno de basura, deshechos y antigüedades por todos los rincones. Llegamos a un cuchitril insólito. Realmente era peor que una cárcel, donde por lo menos los reos tienen baño. Pero acá ni siquiera: un cuarto de dos por cuatro, vacío, con las paredes descascaradas por la humedad, los cables de la electricidad peligrosamente expuestos y entreligados.

-Ah, ¿encima no nos pasa las llaves de la casa?
-No, dice que tiene un juego solo. Hay que tocar timbre...
-Y esperar otra vez mil horas a que abra la puerta...
-Okey, ¿cuándo nos vamos de acá?
-Es por esta noche nada más. Mañana buscamos otro lugar.
-Yo no tengo nada en contra de lo sencillo, muchachos. No pretendo un Sheraton tampoco, pero si vinimos a laburar, tenemos que estar cómodos.
-Seguro.
-Sí, por supuesto.
-Vamos a dormir, mañana temprano lo charlamos.

       Antes que amaneciera, nos levantamos azorados. Determinamos una reunión en el muelle de la playa de Manguinhos, cuyos tablones crujían a través de una fantasmagórica caleta de pescadores. Una sobrevalorada sensación de crisis se ceñía sobre nosotros, situación que terminó por lanzarnos a la aventura del completo desconocimiento.
       Esa mañana recorrimos toda la península, hasta que encontramos un hostal muy piola que nos recibió con la mejor. Dejamos nuestras cosas ahí y nos dividimos tareas de laburo individuales. A mí me tocó ir a charlar a la Prefectura para obtener una licencia que nos permitiese hacer música en las calles y espacios públicos. Cuando llegué, me atendieron amablemente. Sin embargo me derivaron de un lugar a otro, y a otro y finalmente de nuevo a la Prefectura. ¡Bah!, me bicicletearon. A los milicos no les cabe mucho la parafernalia de la cultura, la música y todo el circo. Por lo tanto fracasé en la labor que me tocaba.
       Aun así necesitábamos trabajar. Ser beneficiados por el chapéu o vender un par de discos. Así que fuimos a la plaza, por la noche, con las pistas en la compu, una caja potenciada y un micrófono. Iba por la mitad de la primera canción cuando la gorilada empezó a frenarme el carro. Me pregunté si era necesario que vengan seis o siete policías a silenciar la fiesta que estábamos haciendo en la plaza, habiendo cosas tan importantes para hacer alrededor. De modo que empecé a improvisar, a capella, unas líneas contra ellos y contra su prepotencia, contagiando al público callejero que ya había tomado posición en favor mío. En efecto, apenas pude mostrar mi música, aunque mi objetivo se logró por otra vía. A partir de esa noche, Búzios me pareció hermoso y grotesco, como una rosa llena de espinas.

La maldición del maletín
Parte 2: “A sua mala está na garagem”

       … Los primeros días los pibes no me dejaban pasar una y me hacían sentir como un colgado de mierda:

-Che, ¿Cómo te vas a olvidar el maletín, boludo? Tenemos todos los discos ahí -Los discos eran los que grabamos con la banda, por los que invertimos quinientos pesos cada uno (dos lucas quinientos en total) para multiplicarlos, en reales, en nuestras presentaciones-.

-Lo había dejado debajo de mi asiento... La verdad me desperté en cualquiera y salí rajando del bondi con las mil cosas que llevaba en mano. Perdón... -intenté atajarme y prometí hacerme cargo de la pérdida.

       Al día siguiente, pegué una van hasta la terminal de Casimiro, sin absoluta certeza de cómo llegar ni cómo volver, pero tenía que recuperar ese maletín, ya más por el valor simbólico que por el material. Me aproximé al mostrador e intenté comunicarme con el flaco de la empresa con mis casi nulos conocimientos de portugués. Con ademanes y gestos de película muda le comento sobre mi pérdida, pero él no logra entenderme del todo. A pesar de que casi ensarto mi cabeza por la hendidura de la ventanilla, yo tampoco puedo cazar una palabra de las que me dice. Se acerca una mina medio cuarentona que oficia amablemente de traductora; el pibe hace dos llamados y me escribe en un papel -glorioso papel que todavía conservo-: “A sua mala está na garagem”...

Calaveras ilustres
Isaías

       Isaías es famoso en el pueblo por borracho. Es algo luengo, con un corte afro rebajado y de contextura fibrosa. Tiene piel negruzca y las palmas de las manos encalladas como una lija. Un Samuel L. Jackson versión fisura. Me dijeron que cuando no toma es una persona demasiado normal, aunque mis encuentros casuales con él me dan razones para mitificar esa confidencia. Siempre anda por ahí, en pedo, molestando -queriendo agradar- a todo visitante. Cuando toca una banda en alguno de los dos bares que tiene Sana, cierta noche vampiresca, el loco siempre aparece detrás de un fundido de sombras. Se planta en la primera fila y baila tan a su manera. Se encorva encogiendo sus hombros. Su rostro comienza a experimentar distintas inflexiones. Parece metidísimo en sí mismo, como si la música le hiciera olvidar, siquiera de manera efímera, el dolor de un hombre que lo perdió todo por la bebida: hijo de uno de los primeros pobladores de Sana, Isaías creció laburando como pedrero, campesino, albañil, lo que hiciera falta. Heredó de su viejo una cierta comodidad financiera gracias a los ingresos de algunos terrenitos puestos en alquiler, pero, paulatinamente, se fue delirando todo en alcohol.
       Estoy seguro que soy una de las pocas personas en Sana que intentó entablar una conversación seria con él. Es que entenderlo es más jodido que la mierda. Se expresa con largos “Guarrguabraurrabua ...”, símiles a ladridos que dificultan la comprensión.
       De todas maneras me acerqué: me ve llegar abriendo sus brazos como un Cristo negro. Su mirada, entre triste y perdida, me habló más que cualquier palabra. Se le caen las monedas del bolsillo mientras intenta darme plata para que le compre una birra. Me ofrece un puñado de tabaco negro fortísimo, unos cigarros pretos hostiles hasta para el más fumeta, y me abraza con bruteza desmedida. El tipo no pide mucho para ser feliz: sólo una birrita y un poco de atención.

Negín

       La primera vez que fuimos a Trindade, en el estado de Paraty, laburamos como chinos. Desde la mañana hasta la noche tocando en posadas o en donde hubiera una fuente de electricidad. Por las tardes, rancheábamos en la playa y hacíamos nuestro set al lado de la barraca de Negín, un rasta que siempre usa anteojos de sol y una gorra hasta las orejas que le oculta un avanzado principio de calvicie. Es bastante petaquín, con apariencia adolescente, y de piel tostada. Saca caipirinhas y cervezas y corre por toda la playa entregándolas. Como a la gente se le da por escabiar desde tempranito, Negín tiene laburo pa caralho.

-Bless, Surikatossss. ¿Vocês vai fazer sua música hoje? -Podría decirse que Negín sólo se limita a utilizar este conjunto de palabras.
-¡Bless! ¡Mássimo!

       Para no dejarnos dormir en la intemperie, una noche nos invitó a dormir a su casa, que quedaba en la perpendicular de un morro cercano a la playa. El chabón, de pronto, aparentaba ser un tipo super consciente. Frente a la tevé, opinaba de todos los temas tratados en el noticiero: de fútbol, de música, política, hasta religión. ¿Cómo puede ser este pibe tan distinto en su casa, cuando no está trabajando? ¿Será la rutina, que en la medida del tiempo vuelve a uno un ser automático? Y eso que el negro labura vendiendo escabio en una playa paradisíaca...

-Bless, familia -nos dice, ya entrado en confianza. Sua música é legal, puta que pariu, mucho buena.
       Para esta altura, nuestro nivel general de portuñol ya caminaba a pasos adelantados:
-Brigado, Negín, a la gente le gustó. A gente curtiou pa caralho.
       Me mira de costado con su rechoncha cabeza porcina, entre desafiante y confidente.
-A gente é lixo -basura-, cara. Eles vêm pra cá, às oito horas da manhã, com suas latas de cerveja imundas, deixan la sujeira, lixo na areia, no banheiro, no mar...
-¿Sí, eh?
-¿Ta ligado? A gente curtiou pa caralho mas só pensam em beber.
-Mas você vive de su sed...
       Neggín pone cara de circunstancia mientras reposa su mirada sobre la mía por unos segundos.            Vacila:
-Todos temos necessidades...
-É verdade.

       Después de cenar, nos disponíamos para ir a dormir en donde cupiésemos. Los chicos se fueron tirando sobre unas mantas en el piso y yo metí medio cuerpo dentro de un diminuto sofá. Taciturno sobre mi fementido lecho, no pude dejar de pensar en lo que me había dicho Negín. En su grande repugnancia. En la realidad de este pibe, tan distinta a la mía; tan lejana a mi mundo. Me quedé pensando en que muchas veces, a las personas, nos cuesta más aceptar a los demás que a nosotros mismos. Como si eludiésemos sistemáticamente la responsabilidad de ser parte de esos demás. Porque siempre la culpa la tiene el otro: que ellos ensucian; que aquellos viven fuera de la ley; que fueron los demás quienes la votaron como presidente; que algo habrán hecho...
       En fin, la idealización con que el ser humano ha concebido al concepto de libertad a lo largo de las generaciones, ha construido un camino repleto de temores en esa dirección.
       ¿Y no estoy hablando yo, ahora, sobre los demás?

-Machi -Negín me saca del ensueño. ¿Desligo a televisão?
-Ta bom, no hay nada interesante. Boa noite.
-¡Bless!


La maldición del maletín
Parte 3 (final): 903

       ...Volví a la montaña con ese papelito y me quedé hablando con Tcheko:

-Mirá, rasta, me dijeron que tienen el maletín en el garage de la empresa.
-¿En cuál? ¿El de Río o Macaé?

       La búsqueda no había terminado. Tenía que seguir aguantando a los pibes que seguían sin darme su voto de confianza.

-El recorrido del bus termina en Macaé, mandate a la rodoviaria -me sugiere Tcheko.

       Así que encaré viaje de nuevo. Pegué carona (léxico brasileño que significa “hacer dedo”, “recibir un aventón”) con Gaby, la mujer de Tcheko, que justito tenía que viajar a Macaé con el auto.

-¿Cómo carajo era la contraseña del maletín? -pienso con persecuta en el camino-. Si lo fuerzo delante de los ratis de la rodoviaria no van a creer que es mío. ¡Encima qué maletín! Re transa. O re Antonini Wilson, que es casi lo mismo. Va a estar jodido...

       Después de un par de horitas de viaje, llegamos a la terminal. Bajo del auto con los dedos cruzados y me meto en la cabina de la entrada. Gaby me secundea con el portugués:

-Oi, boa tarde. Nós ligamos hoje por telefone por uma mala esquecida no ônibus 1001 -fala Gaby mientras yo le señalo al tipo el número de bondi impreso en el pasaje.

       El chabón se da vuelta sin levantarse del asiento. Mete medio cuerpo bajo una mesa pequeña, tantea y... ¡agarra mi maletín!.

-¡Vamos, carajo! muito obrigado, senhor.

       El tipo, con el seño oblicuo, hace media sonrisa y me pide mi documento. Anota mi nombre, apellido, DNI y me entrega el maletín.
       
       Lo examino:
-Sí, es el mío. Pero creo que no me acuerdo la contraseña.
Probé diez combinaciones de números distintos, sin acertar alguna. En seguida se me iluminó el bocho. Recordé que, estando yo en Buenos Aires semanas atrás, había anotado la clave en un borrador de mi celu. Lo saqué atolondradamente del bolsillo de mi pantalón. Lo prendo, tecleo y...:
-¡Ahí está! ¡903, papá! -exageré mi preocupación ante las vivaces pupilas de la ley rodoviaria, que seguían todos mis procedimientos.

       Abro el maletín y mis pulsaciones comienzan a normalizarse al ver que todo permanecía ahí: los quinientos discos, las calcos de la banda y un habano que me regaló mi amigo David antes de irme de Buenos Aires.

-Fumátelo en un momento especial -me había dicho, sin ignorar que ese momento sería inexorable.

       Esa misma noche, de regreso, imaginaré los primeros rasgos de esta trilogía. Gaby me recordará que en la película Pulp Fiction, se entretejen crímenes y saldos de deudas mafiosos por motivo de un misterioso maletín cuyo fulgurante contenido nunca es revelado. Mi historia podría inquirir precisamente lo contrario y darle trascendencia a algo tan banal.
       Volví de noche a la montaña después de todo un día de gira. Subo las escaleras de la entrada al trote, con el maletín en mano. Abro la puerta y desde allí lo extiendo con mis brazos en alto, con cierta megalomanía. Me sentía como el Diego en el '86 con la copa en manos mientras los pibes me celebraban.

-Acá está, muchachos, ¡recuperé mi habano! ¿Quién tiene fuego?


«Todo concluye, al fin»

       Toda despedida deja cosas por decir. Pero yo siempre preferí evitar los sentimentalismos. Acostumbré a ahogar mi melancolía a través del olvido e, incluso, a través del silencio. Para eludir cualquier tipo de referencia poética al respecto, diré que mi despedida fue también una puta tortura. Un agudo dolor estomacal me tuvo algunos días retorciéndome sobre un colchón roñoso. Las teorías, en ausencia de cualquier diagnóstico médico, fueron variadas. La que más pavor me provocó fue la del vermes, una larva pequeñísima que se te escurre por la piel, y que incluso podía estar en el agua de las caxoeiras que nosotros mismos consumimos, alojándose en mi estómago y morfándome las tripas. Lo atribuimos también a las lechugas, los cilantros y albahacas mal lavadas de la huerta.
       Probé desengualicharme con todo tipo de medicinas naturales: té de boldo, de clavo y hierbabuena; tomé ajedrea, una planta que supuestamente resolvía los trastornos del intestino. Lo que desconocíamos era que también funciona como un energizante que potencia la vitalidad sexual, situación que agravó mi arrastrado malestar. Me abastecieron con semillas de bóvora y de papaya que, al ingerirlas, matan a todos los bichitos que pudiese tener en el estómago. Hasta me aventuré con fernet puro y feijoadas. Tomé mil litros de agua, y nada...
       En las semanas ulteriores, la Ciprofloxacina será el elixir que ponga fin mágicamente a catorce días de calvario. Pero por entonces los dolores se sucedían sin intervalos, generándome estrambóticos espasmos en mi posición fetal.
       No podría decir que la decisión de irme tenga que ver con ese malestar, tal como conjeturaban los pibes. Yo les dije que padecía de todas las malarias, menos la menstruación. Esta no era una escenita de histeria. Fue una decisión fuerte, que ya tenía masticada, procesada y digerida. Con certeza, lo único que pude digerir por esos días...
       Me desperté con el primer claro de la mañana y me cebé unos mates, esperando a que se levantaran los demás.
       Más tarde, estando todos alrededor de la mesita del balcón, me atrevo a vacilar:

-Che, les quería comentar algo.
       Todos se tornan hacia mí y esperan silenciosamente mi anuncio.
-Me vuelvo a Buenos Aires, che. Estuve pensando mucho. Pensaba en... ¿qué sé yo? Mi futuro. En mi presente con perspectivas a largo plazo, y yo no quiero tener una crisis de identidad. Me voy a seguir en la búsqueda.
       Chaves levanta la mirada del libro de Osho que está leyendo, pone los ojos como dos gotas de agua y me mira con compasión:
-Todo bien, guacho. Todos estamos hace bocha en esa búsqueda -dice girando la cabeza de un lado a otro, como quien dice una verdad incuestionable.
-¿Pero cómo te podés a ir de acá? ¿Qué vas a hacer en Buenos Aires?
-No sé, vieja. Escribir.
-Hacé lo que mejor te haga a vos, che. Pero si la búsqueda es con vos mismo, allá se te va a complicar...
-Bueno... eso depende de uno, ¿no? No creo que sea el lugar. Mirá, volvé a abrir ese libro. Fijate cuando Osho habla del sannyas.
-¿Sannyas?
-Sannyas es un tipo de meditación para vivir en el mundo ordinario, pero de forma que éste no te posea; es medio fumeta el concepto: es estar en el mundo y a la vez un poco por encima.
-¿Y eso qué tiene que ver?
-En ese capítulo Osho cuenta sobre la existencia de gente que se va a los montes del Himalaya, queriendo escaparse de algo o buscando la paz interna...
-¿Y qué pasa con ellos?
-Que al final llevan su mente contaminada adondequiera que vayan. Pero no sólo pasó que esa gente no pudo modificar sus comportamientos: su propia mente operó para cambiar la belleza de los Himalayas.
-¿Y para evitar la catástrofe hay que cambiar la mente?
-Quizás haya que renunciar a la mente je, je -Nuestra tendencia a filosofar sobre todos nuestros asuntos nos suscitó algunas risas.
-Te vamos a bancar en lo que decidas, Machi.


       Terminé por seleccionar las situaciones más traumáticas para este relato. Las más garroneras. Esta decisión no fue arbitraria ni mucho menos inocente. Tampoco pesimista, al contrario: fueron las mismas perplejidades las que nos pusieron en un lugar decisivo. En la toma de nuestro poder a través de la acción directa y el laburo en equipo. ¡Acá está el paradigma de nuestra existencia!, o así lo entendimos nosotros. Nos deleitamos con los secretos de la naturaleza; con la belleza del alba y el crepúsculo. Aprendimos a sobreponernos con displicencia ante cualquier circunstancia. Aprendimos, es el verbo más adecuado en general para esta vida... Y de pronto, la música, luz vibrante, que se había transformado en una dulce maldición, y en un espejo, nos dirigimos a ese recóndito lugar, con amor e instinto, para darnos cuenta que la música más hermosa, la que más nos dijo, nacía del completo silencio. 


Ver video "Esto es Rama & The Surikats", otra breve reseña de este viaje.