En el último de nuestros traslados desde Chelmno hasta Treblinka, uno de los cautivos de mi furgón nos afirmaba que
en Auschwitz estaba nuestra
liberación. Bajo una mirada desprevenida esto puede parecer un suicidio, pero no si se ponderara el dramatismo de aquel momento, donde tanto la naturaleza de nuestros sentidos como el parámetro de lo que se presenta como real
sufren, invariablemente, severas alteraciones; por lo tanto cualquier teoría, por
superflua o rudimentaria que fuera, se recibía con completa
esperanza. Di media vuelta, me acerqué a su hombro y le susurré al oído:
-Auschwitz está entre las tinieblas... Yo mismo he visto a
hombres devorándose con otros y tormentos tan aberrantes que no
podría describir con palabras lo que mis ojos han testimoniado.
¿Cómo puede usted confirmar que la luz de nuestra ansiada libertad se
encuentre en medio de tanto horror?
- Pues yo le voy a contar -me responde-, a riesgo de que
confunda mi honestidad con sofismas. Escuché por primera vez el
nombre del General Hans-Wittman hace unos pocos meses, mientras llegábamos casi a la terminal
Auschwitz-Birkenau. Leímos en la entrada del complejo una leyenda
que nos generó un entusiasmo extraño, misterioso... Era un
fulgurante letrero de hierro tallado que rezaba: "El trabajo
hace libre".
Lo interrumpo abruptamente, pues me
pareció que el mayor pecado de este hombre era su ingenuidad. Le
digo:
-Millones de inocentes cayeron ya en los campos de la muerte, trabajando
tan ardua como inútilmente para nuestros verdugos. Ese lema no hace
más que sentenciar nuestro último fin en la Tierra.
-Como ya he dicho -prosigue, ignorando mi interludio-, oí hablar sobre el General
Hans-Wittman por ese entonces. Mucho se comenta acerca de las bondades de este hombre en distintos campos de concentración. Cuentan quienes
lo conocieron que es un joven piloto de caza de bombardeo en picado y
caza-blindados, que pertenece al Frente del Este. Por su carácter y
audacia al frente de la Operación Barbarroja, que invadió a la Unión
Soviética, obtuvo fama de distinguido militar: le otorgaron la Cruz
de Hierro con Hojas de Roble en Oro, Espadas y Diamantes, la más
alta condecoración del Tercer Reich. “El trabajo hace libre”... esa frase ha sido implementada por él en los campos de exterminio. Le voy a contar, Jaim y
Lázaro, dos buenos matriceros judíos recomendados por el Obispo de Cracovia, fueron llevados desde
distintos guetos de Polonia hacia la presencia de Hans-Wittman para realizar trabajos forzados...
Su relato interpoló inconcluso en la nieve de las rutas porque el ferrocarril se detuvo en la terminal de Treblinka.
Las crujientes puertas del tren se abrieron de par en par y
descendimos a paso trémulo, escoltados por un escaso destacamento de
civiles y soldados nazis. Durante un tiempo incuantificable -allí,
el tiempo es sólo un proceso de estados mentales- quedaron dando
vueltas en mi cabeza las palabras de este cautivo anónimo que, como
yo, ya se había convertido en una cifra -estaba identificado con los
números 62774-: en Auschwitz está nuestra liberación.
En un momento de la noche, luego de
moler algunas rocas y recibir un baño de agua gélida, vuelvo a dar
con este hombre en una de las letrinas donde nos hacinaban junto a
ocho o nueve prisioneros más. Le imploro que continúe con la
historia del afamado filántropo nazi. Se levanta lánguidamente de
su lecho de costal, tendido sobre un puñado de piedras, y me
advierte:
-Que mi historia no perturbe su
imaginación, que por buscar salida a este infierno se meta en
problemas o delirios de hidalguía. Muchos lo han intentado y ahora
son mártires del pueblo hebreo. ¿Cómo es su nombre, señor? -me
pregunta-.
-Benjamín, mi nombre es Benjamín
Lichstein.
-Mire, Benjamín, sólo quien se da
por vencido, está perdido. Ese es el famoso lema de Hans-Wittman.
Este hombre se rebeló secretamente ante las torturas a la población
civil. Consideró que todas las fuerzas armadas traicionaban a la
patria y a su insignia militar, ya que su entrenamiento los dotaba
para combatir a los enemigos bárbaros. Le comenté esta tarde que
Jaim y Lázaro encontraron refugio a merced de este hombre, ¿se acuerda?. La
última vez que los vi, me contaron que entrega frecuentemente a sus
subordinados los nombres de cientos de judíos que han pasado a
Disposición Final en listas apócrifas, pero realmente les da asilo
en países que se mantienen neutros a la guerra.
-¿Y de qué manera
bendice este buen hombre nuestro porvenir? Sólo un iluminado por
Salomón podría edificar el tercer templo de Jerusalén,
y a mi buen entender un hombre alemán sólo puede tender
falacias.
Me mira atentamente con su pálido
rostro desnutrido y me dice que sólo hay una manera de llegar a él.
Simplemente debía desacatar órdenes o actuar como si hubiese
perdido la cordura. De esa manera me trasladarían a Auschwitz a
modo de afrenta y yo podría topar con mi Mesías.
Así fue que pasaron dos lunas, y yo,
inmóvil, sobre mi tenaz cucheta de madera, sin emitir palabra alguna
pese a los golpes y torturas que me ocasionaban fuertes alaridos de
dolor y espasmos. Me enviaron, finalmente, a otra división -para mí,
desconocida-. Cuando llegué por la mañana, logré divisar a unos
cincuenta metros de distancia la frase “El trabajo hace libre”.
Inmediatamente pensé que había topado con el lenguaje universal de
un dios subalterno. Preferí no torcer mi comportamiento y continué
inerte ante los empellones de los soldados, que me llevaban casi al
arrastre hacia un imponente complejo de mármol con una enorme esvástica de
hierro estampada en su cúpula. No bien pongo un pie adentro,
arrojan mi desvalido cuerpo al suelo. Hecho un vistazo hacia
adelante y veo un par de botas reluciendo frente a mi cara. Alzo la
mirada y un General robusto, de uniforme finísimo con botones de marfil, me observa con sus labios torcidos y me invita a levantarme con un
ademán.
- Vamos, levántese -me dice, sereno, con un tono casi paternal-,
que sólo quien se da por vencido está perdido.
Me
pongo de pie con las pocas fuerzas que me quedan y, ya sin temor, le
pregunto:
- ¿Usted es Hans-Wittman? me han hablado sobre usted.
- Mis hazañas en el campo de batalla fueron pasajeras e independientes de mi nombre, son arbitrariedades convencionales de nula relación con nuestro
contrato -me dice ante algunos cadetes que vigilan atentamente junto
al portón, y añade-. Sígame.
A través de unos laberínticos conductos, me guía hacia un jardín en la parte posterior del predio, decorado
con unas tupidas ligustrinas. Allí, comienza su lamento:
-
Cuántas generaciones pasarán para reparar tanto daño... ¡Cómo
lavaremos nuestras culpas cuando el alba del mañana eche luz sobre
nuestros pecados! ¿Acaso Dios, el primer día del tiempo, habrá
pertrechado una condena al hombre vil que acechara su divina
creación? Yo no podré dormir en paz mientras el hombre persista en su
estigma maligno. ¿Cuál es su crimen, señor?
- Pues, soy judío -le respondo, haciéndome cargo del delito-.
- Usted mañana mismo va a dejar esta región. Es importante que
sepa que por un tiempo va a vivir con otra identidad, en Suiza o la
república portuguesa. La justicia ya no será remendada, pero sí su integridad.
Cuando
estoy por gratificar su sentencia, entre sollozos, escucho un fuerte
grito por detrás mío:
- ¡Lo tenemos, General! ¡Arroje el arma e inclínese hacia la
pared!
Se
aproximan bruscamente tres soldados y recogen su rifle, un típico
Tokarev SVT-38, como los que operaban los soviéticos pero con una
bayoneta en su cañón. Mientras me apuntan a mí con sus armas, me
entregan el rifle de Hans-Wittman y me ordenan acribillarle.
- ¡Hijos de puta! ¡No voy a convertirme en cómplice de la
barbarie! -les endilgo en la cara-
Uno
de ellos, posiblemente su superior, me exhorta a enterrar la bayoneta
en la espalda del General a cambio de mi libertad. Si yo no lo hacía,
con seguridad ambos hubiésemos sido fusilados. Pensé, entonces, en
que ésa era ahora mi única salvación. Empuñé firmemente el rifle y
lo enterré en el único hombre que me veía como un ser humano. Lo
abatí una y otra vez, hasta que escuché un lánguido suspiro de su
último aliento de vida. Con las manos llenas de sangre, lo abracé
desplomado en el suelo pidiéndole perdón. Los nazis me levantaron
de los brazos y me arrojaron a la maleta de un Mercedes Benz negro.
Esa misma noche, hace dos años, cumplieron con lo pactado: me
enviaron al sur argentino, donde todavía vivo, aunque controlado por jerarcas del régimen, lejos del holocausto. Logré mi
liberación, pero cargaré durante toda mi vida con la perfidia de
haber matado al Mesías de mi pueblo. Desde entonces, no hago otra
cosa que seguir el ejemplo y el legado de Hans-Wittman: el trabajo
hace libre. Trabajo para liberar más cautivos junto a un grupo de
alemanes desertores y un manuscrito del General que devela el
maravilloso secreto de su procedimiento. Ya le dimos asilo a más de
trescientos judíos que comprendieron el contenido del mensaje oculto: sólo quien
se da por vencido está perdido.