jueves, 13 de junio de 2013

Un instante para siempre

Sixto, Alida y un desencuentro.
     
     No logro recordar con precisión las perturbadoras noches en que apretaba, nervioso, mi cigarrillo contra el cenicero, mientras esperaba a que ella volviera a atravesar la puerta de nuestra casa en Konitsa. en la periferia griega cercana a la frontera con Albania. Pasaba las horas pululando del cuarto a la cocina y de la cocina a la ventana, deseando que los militares no la reconocieran. Sí recuerdo con rigor su maniática obsesión por el paso del tiempo. Macedónico, el galope de los días había arrasado contra todo diálogo entrañable entre Alida y yo. Ella era muy cauta. Podía pasar horas mirando un punto fijo mientras desfilaban por su mente, quizás, los más sombríos pensamientos. Llamé a mi buen amigo Ciro, que me concedió algunas horas de su insomnio para seguir planificando las emboscadas. Conocí a Ciro y a Alida en 1967, durante nuestra resistencia clandestina al régimen de los Coroneles. Yo venía provisto de antecedentes familiares en la lucha armada de guerrillas. Zenón, mi padre, había sido un agente expedicionario y sobreviviente del Ejército Popular Griego de Liberación que combatió la ocupación de las fuerzas del eje durante la segunda guerra mundial, pero lo fusilaron en 1950 cuando la guerra civil orquestada desde Norteamérica y las agencias británicas llegaba casi a su fin. Mi madre, Ofelia, una mazorquera analfabeta y alterada, enviudaba a cargo mío y mis atribulados diecisiete años. Desde aquel momento comencé mi batalla apartado en los suburbios de Elefsina, en el Ática occidental, dieciocho kilómetros al noroeste de Atenas. Heredé de mi padre su nutrida biblioteca (en ella convivían armoniosamente tomos de Sartre, Marx, Nicos Poulantzas y Platón), su fusil y el fuego interior de la lucha que había marcado su vida y su muerte.
     Cuando Ciro me detallaba el estratagema que había discurrido, buscaba tranquilizarme frente a la siempre cercana posibilidad de la muerte. Me repitió dos o tres veces: “Si algo te llegara a pasar, Sixto, yo cuidaré de Alida como si fuera mi hermana”. Su seguridad me dio una tenebrosa mezcla entre calma e incertidumbre. Cuando Alida regresó, me abrazó con lágrimas en los ojos. Sus dos segundos de silencio retumbaron en un abismo de tiempo indefinido. Me miró a los ojos acariciándome las mejillas con sus heladas manos de porcelana y me besó la frente. Entre el estertor de la noche y la llegada del alba a través de las nubes del otoño, dormimos juntos sobre el trigo del molino de Don Lisandro, el padre de nuestro amigo Ciro. Nos despertamos repentinamente a las horas, con un estruendo inconcluso que se asemejaba a un disparo. Se vistió con mi cardigán gris y nos llevó a caminar a través de un lúgubre sendero empedrado, rodeado por casas de ladrillos y techos bajos, que desembocaba en las montañas de Épiro. Allí, Ciro nos tomó una fotografía con una antigua pero bien conservada cámara Contax-s. Noté un adiós en su mirada anémica y melancólica. Al intuir en su semblante un grito desesperado, sólo atiné a preguntar por qué. Me respondió, con pesadumbre y solemnidad de réquiem, que no soportaba el paso del tiempo encerrada y que no era saludable para ninguno de los cuatro. Tras notar mi desconcierto, me dijo que esperaba un hijo de Ciro y que se irían ambos a comenzar una nueva vida a Yugoslavia. Quedé atónito por la desolación y la dejé ir sin querer escuchar más nada. Para mí el mundo y la lucha clandestina habían llegado a su ocaso.


     El último recuerdo que me dejaron fue esta fotografía. Nadie fue testigo de ese desencuentro, salvo por los dos militares infiltrados que aparecen por detrás nuestro, a la derecha de la imagen, que nos tomaron por sorpresa con una ráfaga de tiros que dieron en el cuerpo de mi amada y su amante con impacto certero. Yo logré escapar de ese lugar, pero jamás pude hacerlo de ese instante.


Por Matías De Rose

2 comentarios:

  1. Cuánto talento esconden esas líneas... Impresionante relato.

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