Sixto, Alida y un desencuentro. |
No
logro recordar con precisión las perturbadoras noches en que
apretaba, nervioso, mi cigarrillo contra el cenicero, mientras
esperaba a que ella volviera a atravesar la puerta de nuestra casa en
Konitsa. en la periferia griega cercana a la frontera con Albania.
Pasaba las horas pululando del cuarto a la cocina y de la cocina a la
ventana, deseando que los militares no la reconocieran. Sí recuerdo
con rigor su maniática obsesión por el paso del tiempo. Macedónico,
el galope de los días había arrasado contra todo diálogo
entrañable entre Alida y yo. Ella era muy cauta. Podía pasar horas
mirando un punto fijo mientras desfilaban por su mente, quizás, los
más sombríos pensamientos. Llamé a mi buen amigo Ciro, que me
concedió algunas horas de su insomnio para seguir planificando las
emboscadas. Conocí a Ciro y a Alida en 1967, durante nuestra
resistencia clandestina al régimen de los Coroneles. Yo venía
provisto de antecedentes familiares en la lucha armada de guerrillas.
Zenón, mi padre, había sido un agente expedicionario y
sobreviviente del Ejército Popular Griego de Liberación que
combatió la ocupación de las fuerzas del eje durante la segunda
guerra mundial, pero lo fusilaron en 1950 cuando la guerra civil
orquestada desde Norteamérica y las agencias británicas llegaba
casi a su fin. Mi madre, Ofelia, una mazorquera analfabeta y
alterada, enviudaba a cargo mío y mis atribulados diecisiete años.
Desde aquel momento comencé mi batalla apartado en los suburbios de
Elefsina, en el Ática occidental, dieciocho kilómetros al noroeste
de Atenas. Heredé de mi padre su nutrida biblioteca (en ella
convivían armoniosamente tomos de Sartre, Marx, Nicos Poulantzas y
Platón), su fusil y el fuego interior de la lucha que había marcado
su vida y su muerte.
Cuando
Ciro me detallaba el estratagema que había discurrido, buscaba
tranquilizarme frente a la siempre cercana posibilidad de la muerte.
Me repitió dos o tres veces: “Si algo te llegara a pasar, Sixto,
yo cuidaré de Alida como si fuera mi hermana”. Su seguridad me dio
una tenebrosa mezcla entre calma e incertidumbre. Cuando Alida
regresó, me abrazó con lágrimas en los ojos. Sus dos segundos de
silencio retumbaron en un abismo de tiempo indefinido. Me miró a los
ojos acariciándome las mejillas con sus heladas manos de porcelana y
me besó la frente. Entre el estertor de la noche y la llegada del
alba a través de las nubes del otoño, dormimos juntos sobre el
trigo del molino de Don Lisandro, el padre de nuestro amigo Ciro. Nos
despertamos repentinamente a las horas, con un estruendo inconcluso
que se asemejaba a un disparo. Se vistió con mi cardigán gris y nos
llevó a caminar a través de un lúgubre sendero empedrado, rodeado
por casas de ladrillos y techos bajos, que desembocaba en las montañas
de Épiro. Allí, Ciro nos tomó una fotografía con una antigua pero
bien conservada cámara Contax-s. Noté un adiós en su mirada
anémica y melancólica. Al intuir en su semblante un grito
desesperado, sólo atiné a preguntar por qué. Me respondió, con
pesadumbre y solemnidad de réquiem, que no soportaba el paso del
tiempo encerrada y que no era saludable para ninguno de los cuatro.
Tras notar mi desconcierto, me dijo que esperaba un hijo de Ciro y
que se irían ambos a comenzar una nueva vida a Yugoslavia. Quedé
atónito por la desolación y la dejé ir sin querer escuchar más
nada. Para mí el mundo y la lucha clandestina habían llegado a su
ocaso.
El
último recuerdo que me dejaron fue esta fotografía. Nadie fue
testigo de ese desencuentro, salvo por los dos militares infiltrados
que aparecen por detrás nuestro, a la derecha de la imagen, que nos
tomaron por sorpresa con una ráfaga de tiros que dieron en el cuerpo
de mi amada y su amante con impacto certero. Yo logré escapar de ese
lugar, pero jamás pude hacerlo de ese instante.
Por Matías De Rose