Por Matías De Rose, desde la cima de la Gloria
Últimos días en el paraíso
Toda despedida deja cosas por decir.
Cosas que son reemplazadas y suprimidas por un simple adiós. Por eso
me arrebato en decirlas ahora, antes de irme. Creo que es lo más
digno que puedo hacer. Tampoco quisiera ser desagradecido con las
circunstancias que se me presentan y que me ponen fichas para
escribir esta comedia dramática entre las pálidas nubes del alto Da
Gloria, a novecientos metros de altura sobre el nivel del mar. Son tres días para nosotros solos: la montaña, los chaparrones, el olor
húmedo del mato, tres perros, un gato y yo. Conviene aclarar que los
otros “yo” que cobran vida en estas memorias sufren,
invariablemente, severas alteraciones por la propia psicología del
personaje.
Este título no evoca a ninguna novela
costumbrista ni se afirma en el terreno evangélico, aunque
posteriormente pueda resultar casi tan escatológico como éstos.
Hemos de llamar “paraíso” a una tierra concreta, acaso análoga
a pocos lugares en el mundo, con un sabio funcionamiento de los
órdenes naturales. Acá en Sana suele desaparecer el tiempo y no hay
un día que sea igual al resto.
He dicho que me voy.
Podré cuestionarme ésto una y mil
veces, pero es lo que decidí. El paraíso no es para mí: resulta
que acá soy feliz. ¡Y ese es mi problema! soy asquerosamente feliz.
Acá me preocupo por poco y por pocos, y eso va contra mi vocación.
Ya fue.
Yo siempre pensé que una persona
feliz es una persona ignorante, y prefiero volver a las
preocupaciones.
Me voy, sí, pero habiendo comprobado
algunas consideraciones:
A- Pude experimentar lo que es
-intentar- vivir de la música; internarse en una selva serrana,
fuera del sistema de consumo y la sociedad de masas. Todo un sueño
para un pichón de comunista alucinado por el coraje del Che Guevara
y el vozarrón de la Negra Sosa.
B- Mi revelación por excelencia es
haber caído de que es posible vivir de manera digna fuera del sistema dominante, con lo preciso y sin bajarse los pantalones ante nadie -¡Acá el agua no se compra!-. Claro que para eso la gente en
sociedad -este gran rebaño autómata, destructivo, a contramano-
debe olvidarse del Whatsapp, la tevé y algunas otras boludeces
entendidas como comodidades. Pero, como pienso a menudo, el problema
es saber elegir: acostumbrarse es también resignar.
Génesis
Todo este delirio empezó en mayo de
este año, en una mesita de La Farola de Belgrano. Después del
ensayo decidimos ir a comer unas pizzas con la banda. Era la primera
vez que Milo se sentaba con nosotros. Lo habíamos llamado para que
saque unas fotos del ensayo y siguió la caravana al lado nuestro.
Cuando nos sentamos, nos manijea, entusiasmado:
-Che, ¿por qué no van a Brasil a
tocar? Ahora se viene el mundial y se pueden llenar de oro.
Creo que fui el único que lo dudó.
Era una alta movida considerando que el viaje sería en las próximas
semanas, pero hacía poco me había quedado sin laburo y sin chica,
así que, dentro de todo, abrir una nueva puerta era una buena
posibilidad. Los demás parecían estar convencidos y armaban su
panorama para organizar el viaje.
-Mirá, allá tenemos donde parar
-insiste. Pueden tocar con Tchecko -un cantautor brasileño a quien
conocíamos por sus andanzas en la escena porteña- que está necesitando
banda. Hambre no van a pasar porque vive en la selva, los frutos
salen de los árboles; es un mes nada más...
-Y bueno, es un mes ¿por qué no?
Hace ya seis meses que estoy acá. No
nos llenamos de oro ni comimos demasiadas frutas pero techo y laburo
nunca faltaron. Todavía me acuerdo cuando nos subimos a ese micro,
llenos de proyectos y planes que luego se modificarían con el paso
del tiempo.
Volvamos a esos días...
Nuestro primer paso en Brasil habrá
sido con el pie izquierdo. A los pocos minutos de bajar del bondi
dimos con dos grandotes de la Policía Federal que nos encontraron
fumándonos un porro a unos metros de la rodoviaria paulista. La
portación de rostro (indiferente de algunos frasquitos bien
escondidos) les juega una mala pasada a los colombianos con pinta de
malandra que están con nosotros: el cana se acerca a pasos largos y
pesados extendiendo en su mano derecha la credencial de policía.
Quedó todo filmado:
-Deixe isso ahí, o -sereno,
señala a los mosaicos del pavimento. ¿O que você está fazendo
aquí, o? Dê-me os seus identificações.
Con los muchachos nos alejamos al
toque, con aires de impunidad y cierto remordimiento por los hermanos
colombianos, que apenas se llevaron un buen susto. Por nuestro lado,
aprendimos a no perder la rebeldía, pero tampoco la inteligencia.
La maldición del maletín
Parte 1: “¿Dónde
está mi maletín?”
Por fin en la terminal Novo Río,
después de tres días con el culo sentado, nos volvemos a subir a un
ómnibus del 1001 con destino a Casimiro de Abreu. “Y bue, son tres
horitas más...”. Me las dormí como un bebé, babeado y
desorientado.
Me despertaron los pibes a los gritos:
-¡Dale, Mati, agarrá tus cosas que
llegamos!
Agarré acelerado mi bolso, mi morral,
la guitarra, la bolsa de dormir y salté del bondi. Entre las doce de
la noche y las dos de la matina esperamos a Tcheko tirados sobre
nuestras cosas en la terminal. Justo cuando ya avizoraba como una posibilidad dormir junto al linyera que cantaba, de la cabeza:
mamãe
eu quero,
mamãe
eu quero, mamãe eu quero mamar
dá
a chupeta! dá a chupeta! Ai! dá a chupeta. ¡Dá a chupeta pro bebê
não chorar!
Finalmente, llegó Tcheko con la van.
Alegría, saludos, chistes.
-Dale, carguemos todas las cosas -dice
Chaves -imperativo, como suelen ser los bateros.
-¿Está todo?
Hago recuento:
-A ver: bolso, morral, guitarra, bolsa
de dormir... carajo. ¿Dónde está mi maletín?...
Bienvenidos a Búzios
El
lugar que elegimos para arrancar nuestra gira fue
Armação
dos Búzios, que
en un
principio me pareció espantoso. ¿Qué menos quiere un argentino que
encontrarse rodeado de argentinos, en otro país? Para colmo llegaba
fatigado después de meter algunas combinaciones de ómnibus y vans
cargando bocha de kilos de equipamiento. Además, la terrible
impresión inicial de que Búzios era un espléndido centro comercial
había logrado rebajar mis expectativas a niveles estrepitosos. Pero
lo peor de todo estaba por venir...
Por recomendación
de un ignoto corredor de alquileres, Chaves y Cala fueron a visitar
un cuartito barato donde pudiésemos descansar y guardar los
instrumentos. Con el Rasta y Rama los esperamos en la plaza del
centro. Mientras, nos cagábamos de risa de un coreanito que era
utilizado como amuleto por los muchachos de la hinchada ecuatoriana,
que tenían un pedo digno de primera ronda mundialista.
Al cabo de unos
cuarenta minutos, vuelven los pibes.
-¡Es peor que
una cárcel! -Chaves suele hablar en joda, pero su semblante severo
logra estremecernos.
-Dale, exagerado.
¿Zafa?
-¡Es peor que
una cárcel!
En fin, fuimos
todos a ver el cuartucho esperando encontrar algo mínimamente decente. Tocamos el timbre y esperamos largos, larguísimos minutos,
hasta que del portón de aluminio se asoma una mujer obesa, vestida
con unos harapos que apenas la cubren.
-Oba, entrem
-balbucea, indiferente, con un cigarrillo pendiendo de sus labios.
Entramos por un
taller mecánico polvoriento que estaba lleno de basura, deshechos y antigüedades por todos los rincones. Llegamos a un cuchitril
insólito. Realmente era peor que una cárcel, donde por lo menos los reos
tienen baño. Pero acá ni siquiera: un cuarto de dos por cuatro, vacío, con
las paredes descascaradas por la humedad, los cables de la
electricidad peligrosamente expuestos y entreligados.
-Ah, ¿encima no
nos pasa las llaves de la casa?
-No, dice que
tiene un juego solo. Hay que tocar timbre...
-Y esperar otra
vez mil horas a que abra la puerta...
-Okey,
¿cuándo nos vamos de acá?
-Es por esta
noche nada más. Mañana buscamos otro lugar.
-Yo no tengo
nada en contra de lo sencillo, muchachos. No pretendo un Sheraton
tampoco, pero si vinimos a laburar, tenemos que estar cómodos.
-Seguro.
-Sí, por supuesto.
-Vamos a dormir,
mañana temprano lo charlamos.
Antes que
amaneciera, nos levantamos azorados. Determinamos una reunión en el
muelle de la playa de Manguinhos, cuyos tablones crujían a
través de una fantasmagórica caleta de pescadores. Una
sobrevalorada sensación de crisis se ceñía sobre nosotros,
situación que terminó por lanzarnos a la aventura del completo
desconocimiento.
Esa mañana
recorrimos toda la península, hasta que encontramos un hostal muy piola que
nos recibió con la mejor. Dejamos nuestras cosas ahí y
nos dividimos tareas de laburo individuales. A mí me tocó ir a
charlar a la Prefectura para obtener una licencia que nos permitiese hacer música
en las calles y espacios públicos. Cuando llegué, me atendieron amablemente. Sin embargo me derivaron de un lugar a otro, y a otro y finalmente de
nuevo a la Prefectura. ¡Bah!, me bicicletearon. A los milicos no les
cabe mucho la parafernalia de la cultura, la música y todo el circo. Por
lo tanto fracasé en la labor que me tocaba.
Aun así
necesitábamos trabajar. Ser beneficiados por el chapéu o
vender un par de discos. Así que fuimos a la plaza, por la
noche, con las pistas en la compu, una caja potenciada y un
micrófono. Iba por la mitad de la primera canción cuando la
gorilada empezó a frenarme el carro. Me pregunté si era necesario
que vengan seis o siete policías a silenciar la fiesta que estábamos haciendo en la plaza,
habiendo cosas tan importantes para hacer alrededor. De modo que
empecé a improvisar, a
capella, unas líneas contra ellos y contra su
prepotencia, contagiando al público callejero que ya había tomado
posición en favor mío. En efecto, apenas pude mostrar mi música,
aunque mi objetivo se logró por otra vía. A partir de esa noche,
Búzios me pareció hermoso y grotesco, como una rosa llena de
espinas.
La maldición del maletín
Parte 2: “A sua mala está na
garagem”
… Los
primeros días los pibes no me dejaban pasar una y me hacían sentir
como un colgado de mierda:
-Che, ¿Cómo te
vas a olvidar el maletín, boludo? Tenemos todos los discos ahí -Los
discos eran los que grabamos con la banda, por los que invertimos
quinientos pesos cada uno (dos lucas quinientos en total) para
multiplicarlos, en reales, en nuestras presentaciones-.
-Lo había dejado
debajo de mi asiento... La verdad me desperté en cualquiera y salí
rajando del bondi con las mil cosas que llevaba en mano. Perdón...
-intenté atajarme y prometí hacerme cargo de la pérdida.
Al
día siguiente, pegué una van hasta la terminal de Casimiro, sin
absoluta certeza de cómo llegar ni cómo volver, pero tenía que
recuperar ese maletín, ya más por el valor simbólico que por el
material. Me aproximé al mostrador e intenté comunicarme con el
flaco de la empresa con mis casi nulos conocimientos de portugués.
Con ademanes y gestos de película muda le comento sobre mi pérdida,
pero él no logra entenderme del todo. A pesar de que casi ensarto mi
cabeza por la hendidura de la ventanilla, yo tampoco puedo cazar una
palabra de las que me dice. Se acerca una mina medio cuarentona que
oficia amablemente de traductora; el pibe hace dos llamados y me
escribe en un papel -glorioso papel que todavía conservo-: “A
sua mala está na garagem”...
Calaveras ilustres
Isaías
Isaías es famoso en el pueblo por
borracho. Es algo luengo, con un corte afro rebajado y de contextura
fibrosa. Tiene piel negruzca y las palmas de las manos encalladas
como una lija. Un Samuel L. Jackson versión fisura. Me dijeron que
cuando no toma es una persona demasiado normal, aunque mis encuentros
casuales con él me dan razones para mitificar esa confidencia.
Siempre anda por ahí, en pedo, molestando -queriendo agradar- a todo
visitante. Cuando toca una banda en alguno de los dos bares que tiene
Sana, cierta noche vampiresca, el loco siempre aparece detrás de un
fundido de sombras. Se planta en la primera fila y baila tan a su
manera. Se encorva encogiendo sus hombros. Su rostro comienza a
experimentar distintas inflexiones. Parece metidísimo en sí mismo,
como si la música le hiciera olvidar, siquiera de manera efímera, el
dolor de un hombre que lo perdió todo por la bebida: hijo de uno de
los primeros pobladores de Sana, Isaías creció laburando como
pedrero, campesino, albañil, lo que hiciera falta. Heredó de su
viejo una cierta comodidad financiera gracias a los ingresos de
algunos terrenitos puestos en alquiler, pero, paulatinamente, se fue
delirando todo en alcohol.
Estoy seguro que soy una de las pocas
personas en Sana que intentó entablar una conversación seria con
él. Es que entenderlo es más jodido que la mierda. Se expresa con
largos “Guarrguabraurrabua ...”, símiles a ladridos que
dificultan la comprensión.
De todas maneras me acerqué: me ve
llegar abriendo sus brazos como un Cristo negro. Su mirada, entre
triste y perdida, me habló más que cualquier palabra. Se le caen las monedas del bolsillo mientras
intenta darme plata para que le compre una birra. Me ofrece un puñado
de tabaco negro fortísimo, unos cigarros pretos hostiles hasta para el más fumeta, y me
abraza con bruteza desmedida. El tipo no pide mucho para ser feliz: sólo una birrita y un poco de atención.
Negín
La primera vez que fuimos a Trindade,
en el estado de Paraty, laburamos como chinos. Desde la mañana hasta
la noche tocando en posadas o en donde hubiera una fuente de
electricidad. Por las tardes, rancheábamos en la playa y hacíamos
nuestro set al lado de la barraca de Negín, un rasta que siempre
usa anteojos de sol y una gorra hasta las orejas que le oculta un
avanzado principio de calvicie. Es bastante petaquín, con apariencia
adolescente, y de piel tostada. Saca caipirinhas y cervezas y corre
por toda la playa entregándolas. Como a la gente se le da por
escabiar desde tempranito, Negín tiene laburo pa caralho.
-Bless, Surikatossss. ¿Vocês vai
fazer sua música hoje? -Podría
decirse que Negín sólo se limita a utilizar este conjunto de
palabras.
-¡Bless!
¡Mássimo!
Para no dejarnos dormir en la intemperie, una noche nos invitó a dormir a su casa, que quedaba en
la perpendicular de un morro cercano a la playa. El chabón, de
pronto, aparentaba ser un tipo super consciente. Frente a la tevé,
opinaba de todos los temas tratados en el noticiero: de fútbol, de
música, política, hasta religión. ¿Cómo puede ser este pibe tan
distinto en su casa, cuando no está trabajando? ¿Será la rutina,
que en la medida del tiempo vuelve a uno un ser automático? Y eso
que el negro labura vendiendo escabio en una playa paradisíaca...
-Bless, familia -nos dice, ya
entrado en confianza. Sua música é legal, puta que pariu, mucho
buena.
Para esta altura, nuestro nivel
general de portuñol ya caminaba a pasos adelantados:
-Brigado, Negín, a la gente le
gustó. A gente curtiou pa caralho.
Me mira de costado con su rechoncha
cabeza porcina, entre desafiante y confidente.
-A gente é lixo
-basura-, cara. Eles vêm pra cá, às oito horas da manhã,
com suas latas de cerveja imundas, deixan la sujeira, lixo na areia,
no banheiro, no mar...
-¿Sí, eh?
-¿Ta ligado? A gente curtiou pa
caralho mas só pensam em beber.
-Mas você vive de su
sed...
Neggín pone cara de circunstancia
mientras reposa su mirada sobre la mía por unos segundos. Vacila:
-Todos temos necessidades...
-É verdade.
Después
de cenar, nos disponíamos para ir a dormir en donde cupiésemos. Los
chicos se fueron tirando sobre unas mantas en el piso y yo metí
medio cuerpo dentro de un diminuto sofá. Taciturno sobre mi
fementido lecho, no pude dejar de pensar en lo que me había dicho
Negín. En su grande repugnancia. En la realidad de este pibe, tan
distinta a la mía; tan lejana a mi mundo. Me quedé pensando en que
muchas veces, a las personas, nos cuesta más aceptar a los demás
que a nosotros mismos. Como si eludiésemos sistemáticamente la
responsabilidad de ser parte de esos demás.
Porque siempre la culpa la tiene el otro: que ellos ensucian; que
aquellos viven fuera de la ley; que fueron los demás quienes la
votaron como presidente; que algo habrán hecho...
En fin, la
idealización con que el ser humano ha concebido al concepto de
libertad a lo largo de las generaciones, ha construido un camino
repleto de temores en esa dirección.
¿Y no estoy
hablando yo, ahora, sobre los demás?
-Machi -Negín me saca del
ensueño. ¿Desligo a televisão?
-Ta bom, no
hay nada interesante. Boa noite.
-¡Bless!
La maldición del maletín
Parte 3 (final): 903
...Volví a la
montaña con ese papelito y me quedé hablando con Tcheko:
-Mirá, rasta, me
dijeron que tienen el maletín en el garage de la empresa.
-¿En cuál? ¿El
de Río o Macaé?
La búsqueda no
había terminado. Tenía que seguir aguantando a los pibes que
seguían sin darme su voto de confianza.
-El recorrido del
bus termina en Macaé, mandate a la rodoviaria -me sugiere Tcheko.
Así que encaré
viaje de nuevo. Pegué carona (léxico brasileño que
significa “hacer dedo”, “recibir un aventón”) con Gaby, la
mujer de Tcheko, que justito tenía que viajar a Macaé con el auto.
-¿Cómo carajo
era la contraseña del maletín? -pienso con persecuta en el camino-.
Si lo fuerzo delante de los ratis de la rodoviaria no van a creer que
es mío. ¡Encima qué maletín! Re transa. O re Antonini Wilson, que
es casi lo mismo. Va a estar jodido...
Después de un par
de horitas de viaje, llegamos a la terminal. Bajo del auto con los
dedos cruzados y me meto en la cabina de la entrada. Gaby me secundea
con el portugués:
-Oi,
boa tarde. Nós ligamos hoje por telefone por uma mala esquecida no
ônibus
1001 -fala Gaby mientras yo le
señalo al tipo el número de bondi impreso en el pasaje.
El chabón se da
vuelta sin levantarse del asiento. Mete medio cuerpo bajo una mesa
pequeña, tantea y... ¡agarra mi maletín!.
-¡Vamos, carajo!
muito obrigado, senhor.
El tipo, con el
seño oblicuo, hace media sonrisa y me pide mi documento. Anota mi
nombre, apellido, DNI y me entrega el maletín.
Lo examino:
-Sí, es el mío.
Pero creo que no me acuerdo la contraseña.
Probé diez
combinaciones de números distintos, sin acertar alguna. En seguida
se me iluminó el bocho. Recordé que, estando yo en Buenos Aires
semanas atrás, había anotado la clave en un borrador de mi celu. Lo
saqué atolondradamente del bolsillo de mi pantalón. Lo prendo,
tecleo y...:
-¡Ahí está!
¡903, papá! -exageré mi preocupación ante las vivaces pupilas de
la ley rodoviaria, que seguían todos mis procedimientos.
Abro el maletín y
mis pulsaciones comienzan a normalizarse al ver que todo permanecía
ahí: los quinientos discos, las calcos de la banda y un habano que
me regaló mi amigo David antes de irme de Buenos Aires.
-Fumátelo en un
momento especial -me había dicho, sin ignorar que ese momento sería
inexorable.
Esa misma noche,
de regreso, imaginaré los primeros rasgos de esta trilogía. Gaby me
recordará que en la película Pulp Fiction, se entretejen
crímenes y saldos de deudas mafiosos por motivo de un misterioso
maletín cuyo fulgurante contenido nunca es revelado. Mi historia
podría inquirir precisamente lo contrario y darle trascendencia a
algo tan banal.
Volví de noche a
la montaña después de todo un día de gira. Subo las escaleras de
la entrada al trote, con el maletín en mano. Abro la puerta y desde
allí lo extiendo con mis brazos en alto, con cierta megalomanía. Me
sentía como el Diego en el '86 con la copa en manos mientras los
pibes me celebraban.
-Acá está,
muchachos, ¡recuperé mi habano! ¿Quién tiene fuego?
«Todo
concluye, al fin»
Toda
despedida deja cosas por decir. Pero yo siempre preferí evitar los
sentimentalismos. Acostumbré a ahogar mi melancolía a través del
olvido e, incluso, a través del silencio. Para eludir cualquier tipo
de referencia poética al respecto, diré que mi despedida fue
también una puta tortura. Un agudo dolor estomacal me tuvo algunos
días retorciéndome sobre un colchón roñoso. Las teorías, en
ausencia de cualquier diagnóstico médico, fueron variadas. La que
más pavor me provocó fue la del vermes, una larva pequeñísima que
se te escurre por la piel, y que incluso podía estar en el agua de
las caxoeiras
que nosotros mismos consumimos, alojándose en mi estómago y
morfándome las tripas. Lo atribuimos también a las lechugas, los
cilantros y albahacas mal lavadas de la huerta.
Probé
desengualicharme con todo tipo de medicinas naturales: té de boldo,
de clavo y hierbabuena; tomé ajedrea, una planta que supuestamente
resolvía los trastornos del intestino. Lo que desconocíamos era que
también funciona como un energizante que potencia la vitalidad
sexual, situación que agravó mi arrastrado malestar.
Me abastecieron con semillas de bóvora y de papaya que, al
ingerirlas, matan a todos los bichitos que pudiese tener en el
estómago. Hasta me aventuré con fernet puro y feijoadas.
Tomé
mil
litros de agua, y nada...
En
las semanas ulteriores, la Ciprofloxacina
será el elixir que ponga fin mágicamente a catorce días de
calvario. Pero por entonces los dolores se sucedían sin intervalos,
generándome estrambóticos espasmos en mi posición fetal.
No
podría decir que la decisión de irme tenga que ver con ese
malestar, tal como conjeturaban los pibes. Yo les dije que padecía
de todas las malarias, menos la menstruación. Esta no era una
escenita de histeria. Fue una decisión fuerte, que ya tenía
masticada, procesada y digerida. Con certeza, lo único que pude
digerir por esos días...
Me
desperté con el primer claro de la mañana y me cebé unos mates,
esperando a que se levantaran los demás.
Más
tarde, estando todos alrededor de la mesita del balcón, me atrevo a
vacilar:
-Che,
les quería comentar algo.
Todos
se tornan hacia mí y esperan silenciosamente mi anuncio.
-Me
vuelvo a Buenos Aires, che. Estuve pensando mucho. Pensaba en... ¿qué
sé yo? Mi futuro. En mi presente con perspectivas a largo plazo, y
yo no quiero tener una crisis de identidad. Me voy a seguir en la
búsqueda.
Chaves
levanta la mirada del libro de Osho que está leyendo, pone los ojos
como dos gotas de agua y me mira con compasión:
-Todo
bien, guacho. Todos estamos hace bocha en esa búsqueda -dice girando
la cabeza de un lado a otro, como quien dice una verdad
incuestionable.
-¿Pero
cómo te podés a ir de acá? ¿Qué vas a hacer en Buenos Aires?
-No
sé, vieja. Escribir.
-Hacé
lo que mejor te haga a vos, che. Pero si la búsqueda es con vos
mismo, allá se te va a complicar...
-Bueno...
eso depende de uno, ¿no? No creo que sea el lugar. Mirá, volvé a
abrir ese libro. Fijate cuando Osho habla del sannyas.
-¿Sannyas?
-Sannyas
es un tipo de meditación para vivir en el mundo ordinario, pero de
forma que éste no te posea; es medio fumeta el concepto: es estar en
el mundo y a la vez un poco por encima.
-¿Y
eso qué tiene que ver?
-En
ese capítulo Osho cuenta sobre la existencia de gente que se va a
los montes del Himalaya, queriendo escaparse de algo o buscando la paz interna...
-¿Y
qué pasa con ellos?
-Que
al final llevan su mente contaminada adondequiera que vayan. Pero no
sólo pasó que esa gente no pudo modificar sus comportamientos: su
propia mente operó para cambiar la belleza de los Himalayas.
-¿Y
para evitar la catástrofe hay que cambiar la mente?
-Quizás
haya que renunciar a la mente je, je -Nuestra tendencia a filosofar
sobre todos nuestros asuntos nos suscitó algunas risas.
-Te
vamos a bancar en lo que decidas, Machi.
Terminé
por seleccionar las situaciones más traumáticas para
este relato. Las más garroneras. Esta decisión no fue arbitraria ni mucho menos
inocente. Tampoco pesimista, al contrario: fueron las mismas
perplejidades las que nos pusieron en un lugar decisivo. En la toma
de nuestro poder a través de la acción directa y el laburo en
equipo. ¡Acá está el paradigma de nuestra existencia!, o así lo
entendimos nosotros. Nos deleitamos con los secretos de la naturaleza; con la belleza del alba y el crepúsculo. Aprendimos a sobreponernos con displicencia ante
cualquier circunstancia. Aprendimos, es el verbo más adecuado en
general para esta vida... Y de pronto, la música, luz vibrante, que
se había transformado en una dulce maldición, y en un espejo, nos
dirigimos a ese recóndito lugar, con amor e instinto, para darnos
cuenta que la música más hermosa, la que más nos dijo, nacía del completo silencio.
Ver video "Esto es Rama & The Surikats", otra breve reseña de este viaje.